Posiblemente algunos de vosotros
no os hayáis dado cuenta de que todavía estamos en Semana Santa. No os
preocupéis, que para recordároslo tengo yo este blog. Seguimos repasando los
grandes clásicos de este periplo vacacional, con el bacalao por bandera. Y, en
esta ocasión, con sesión doble. Unos garbanzos y unas torrijas que vendrán muy
bien para que los esforzados costaleros se pongan a tono y acometan los
esfuerzos propios de su labor con total garantía de éxito. Y también, por qué
no, para aportar energía a toda esa juventud que, de botellón en botellón como
si no hubiera mañana y alejados de cualquier tipo de filiación religiosa,
tienen durante estas fiestas primaverales un agujero negro en lo que a cuestiones
nutricionales se refiere.
Como vamos a tener el bacalao en
remojo durante, al menos, toda la noche, es una buena ocasión para hacer lo
propio con unos buenos garbanzos secos añadiendo una cucharadita de bicarbonato
al agua. Pero yo no lo hice así y supongo que si estás leyendo este blog es que
tú tampoco lo harás. Os recuerdo que
esto es un servicio que la radio de la Universidad de Huelva, Uniradio, presta
a sus estudiantes para que se animen a cocinar platos fáciles, sanos, sabrosos
y rápidos y alejarlos así de las garras de los precocinados y de la comida
basura. O eso pretendemos.
Cuando el bacalao esté en su
punto de sal (os remito a capítulos anteriores) lo desmigamos y reservamos.
Hacemos un sofrito de cebolla y, cuando lo tengamos, le añadimos el bacalao y
le damos un par de vueltas en el fondo de la olla. Entonces volcamos un bote de
garbanzos y un vaso de agua, para hacer un poco de caldo. Que hierva cinco
minutos. Pasado este tiempo, le añadimos un buen puñado de hojas de acelga, frescas,
verdes y bien limpias, y lo cocemos todo junto ocho o diez minutos más.
Comprobamos de sal (al loro con el bacalao) y le damos el toque maestro:
vertemos un huevo batido en la olla sin dejar de remover hasta conseguir unos
apetitosos hilos blancos que, junto a la gelatina del pescado, terminarán de
ligar el guiso.
Ahora el postre: unas torrijas
al vino dulce de naranja. Este néctar es una rica especialidad que algunas bodegas
del Condado de Huelva confeccionan con las variedades Palomino Fino y Pedro Ximénez.
El vino se macera con pieles de naranja amarga y se cría durante diez años mediante
el sistema andaluz de criaderas y soleras. Algo especial, la verdad.
Las torrijas. Lo primero que
necesitarás para elaborar esta tradicional golosina de Semana Santa será un
buen pan. No te rías. Parece obvio pero no todo el mundo lo sabe. Y no en todos
los sitios encontrarlo es una tarea fácil. No me apetece comenzar una
disertación sobre la mala calidad del pan que comemos. Tampoco deseo entrar en
el debate sobre si nos venden lo que pedimos o pedimos lo que nos venden. Me
sube la tensión. No quiero articular un discurso acerca de lo horroroso y
malsano que es eso que llaman pan, que procede de masas congeladas y se vende
en cualquier lado. Me da acidez. No deseo poner de manifiesto la falta de
consideración que últimamente tenemos los ciudadanos respecto de un alimento
que nos ha acompañado desde el albor de nuestra propia existencia como seres
humanos, que es una parte de nuestra conciencia y de nuestra historia. El pan
ha sido durante siglos testigo y, a veces, protagonista de mitos, revoluciones,
rituales sociales y religiosos… bah, paso. Decía Gandhi que una civilización
puede juzgarse por la forma en la que trata a sus animales. Yo digo, y sé lo
pretencioso que puede sonar y lo asumo con gusto, que una sociedad puede
juzgarse por la calidad del pan que come y el cuidado que pone a este respecto.
Y os digo desde ya que estamos todos condenados. Hablo de Huelva especialmente.
Echo de menos panaderías de verdad.
En fin, como canta Mick Jagger en Monkey
Man, en mi disco favorito de los Stones, Let it Bleed, espero no ser
demasiado mesiánico, ni un pelín demasiado satánico, lo que me mola es tocar el
blues. O hacer torrijas, en este caso.
Corta en rebanadas gruesas una
barra de pan asentado, que tenga un par de días. Calienta un vaso de vino dulce
de naranja en un cazo y añade tres cucharadas de azúcar. Dale candela hasta que
se disuelvan por completo. Deja enfriar, vierte esta especie de almíbar en
medio litro de leche y mézclalo bien en un recipiente donde quepan, medio sumergidas,
varias piezas de pan. Remoja a gusto, sin prisa, escurre, pasa por huevo batido
y a la sartén. Que tenga un dedito de aceite y que esté bien caliente. Voltea
el pan según tus gustos, saca las torrijas y disponlas en un plato con papel de
cocina para que absorba el exceso de aceite. Que se enfríen. Espolvorea canela
por encima, azúcar molida o ponles un chorrito de miel o leche condensada antes
de engullirlas.
Vale, y ahora las confesiones.
Dicen que en el pecado está la penitencia y os aseguro que, en este caso, no
puede ser más cierto. Primero, utilicé pan industrial especial para torrijas del
que venden embolsado. Una especie de pan de molde, de miga compacta, sin
burbuja y con un sabor neutro con cierto matiz áspero en el paladar. Se empapó
bien de líquido y no se rompió en el trajín del rebozado y la fritura, pero era
un mal pan. No era pan en realidad, por lo que convirtió la torrija en un
ladrillo sin sabor alguno y con un interior uniforme de textura gelatinosa.
Segundo, utilicé aceite de girasol para freír las torrijas. El sabor es más
suave y, por ello, creí que se adaptaría mejor a mis necesidades en esta
ocasión. El resultado fue un inquietante y pegajoso olor a freiduría de tercera
división que invadió toda la casa y no hizo nada agradable la merienda
torrijil. Tercero, las comimos calientes. Cayeron en el estómago como una mezcla
de napalm y cemento, bloqueando el sistema digestivo y mandando señales al
cerebro en forma de punzadas de dolor. Ya, muy gracioso. Ja-ja. Pero mira, cuando
comencé a escribir en este blog asumí contar las cosas de la manera más fiel a
la realidad y en eso estoy. Por ahora. Y por eso mismo debo decirte que,
pasadas unas horas en la nevera, las torrijas estaban bastante mejor de lo que
jamás hubiera imaginado. Supongo que el frío asentó finalmente el conjunto y,
sin ser nada del otro jueves, me han dado alguna alegría. De los errores se
aprende, por eso te cuento todo este rollo, aprovéchate. Y te prometo que, la
próxima vez, buscaré un pan decente.