Imagina que acaba de comenzar la Semana Santa y que estás viendo una procesión con tu familia y amigos. El reencuentro con tus seres queridos, la fiesta, la devoción, el color, el ambiente, la emoción, la comida y la bebida típica de estos días… música y gente hasta donde te alcanza la vista. Y de repente, se dirige a ti (y sólo a ti porque eres el único que puede verlo) un extraterrestre y te pide que le expliques qué es eso de la Semana Santa. Cuaresma, Domingo de Ramos, Pasión y Resurrección, todo junto y en un par de minutos. Vale, en quince. Y no tienes a mano ni a Daevid Allen ni a Roky Erickson para que te ayuden en este trance. Marronazo, ¿que no? Cuando me pasó a mí, únicamente pude articular esta escueta pero polivalente frase: relájate y disfruta.
No sé por qué, pero al llegar
estas entrañables y señaladas fechas hago polvo mis discos de psicodelia y, con
el mismo desconocimiento de causa, te confieso que me hincho a bacalao, aunque
siempre fuera de casa. Me encanta comerlo pero odio cocinarlo.
Le tengo una manía horrorosa a
este pescado, supongo que porque las pocas veces en las que me he hecho el ánimo,
han acabado en catástrofe culinaria. Me resulta antipático con todo eso del
desalado, los cambios de agua y la planificación para tenerlo a punto el día
que toca poner en práctica la receta en cuestión. Y creo que, lo que me pasa en
el fondo, es que no tuve la misma suerte que aquel ente cósmico al encontrarse
conmigo. Nadie me dijo “relájate y disfruta”. El kilo de bacalao al pil-pil que
tiré el Lunes Santo de 2012, después de prepararlo, desalarlo y cocinarlo en
medio de una tensión espantosa, enterró mis ganas de enfrentarme a este manjar
durante un año entero.
Y para que no te pase a ti lo
mismo, además de la frase de marras, hoy te ofrezco una receta que ha renovado mi apetito y ha despertado mis
simpatías por este producto tan tradicional y sabroso. Espoleado por el Camembert Electrique de Gong, me propuse
reproducir el mejor plato de bacalao que he comido jamás: el bacalhau dourado o bacalhau à brás. Fue este verano en Lisboa, en un modesto y pequeño
restaurante con apenas seis mesas, en el número 5 de Largo Trindade Coelho: Restaurante Expresso. La comida estaba
exquisita, las raciones fueron enormes y el precio, más que justo. El dueño, un tipo
con un mordaz sentido del humor (“pues qué poca hambre traíais”; “¿qué pasa, que
no está bueno?”; “déjate de agua y bebe
más vino”; “para qué te voy a poner ginjinha
si no te va a gustar”) nos comentó
que el suyo era, según decían otros, el mejor bacalao de toda Lisboa. En realidad, eso es decir
mucho, pero la conclusión que saqué es que los pretendientes al trono tienen
que ser muy, muy buenos para hacerle sombra al de este caballero. Pero mucho.
Lo primero que tendrás que hacer
es desalar el bacalao. No es complicado pero hay que tener una actitud
positiva. Según la parte del pescado que tengas y su grosor, el tiempo de
remojo varía. No es lo mismo un trozo de lomo de medio kilo que unas tiras como
las que yo compré en el mercado del Carmen y que sirven perfectamente a mis
propósitos: dourado, croquetas,
ajoarriero/atascaburras, potaje y arroz con coliflor y bacalao. Mete el pescado
en un recipiente grande con abundante agua fría. Mantenlo en la nevera 24 horas
y cambia el agua cada 8 horas. Todo esto, aproximadamente,
claro. Yo tuve el mío a remojo unas 16 horas y le cambié el agua una vez. De
este modo me quedó con el punto de sal que a mí me gusta.
Experimenta, prueba
una miga de bacalao cada vez que le cambies el agua y así tendrás una idea
cierta de la cantidad de tiempo o de agua que necesita para que esté a tu
gusto. Y así siempre con este tipo de pescado. Recuerda que, aunque te pases desalándolo, estarás a
tiempo de añadir algo de sal al guiso, pero que será muy difícil, por no decir
imposible, arreglar un plato con un bacalao demasiado salado. Puede parecerte
un quebradero de cabeza pero vale la pena intentarlo. Yo lo tiré una vez, pero
aprendí la lección, medí mis tiempos, me planifiqué con antelación, probé una y
otra vez y, al final, conseguí relajarme y disfruté de una comida perfecta.
Cuando el bacalao esté a tu
gusto, sécalo y córtalo en láminas finas. Yo lo hice en crudo. Hay gente que,
al manejar piezas más grandes, le dan un golpe de vapor para que la carne se
separe mejor. Resérvalas.
Fríe dos patatas grandes, cortadas
al estilo paja, en abundante aceite de oliva. Cuando las tengas listas, sácalas
y resérvalas. Almacena convenientemente el aceite para freír más cosas otro
día. Pocha una cebolla hermosa cortada en juliana junto a un diente de ajo
golpeado. A fuego lento y con la sartén tapada. Añade 200 gramos de bacalao desmigado y deja que se
cocine un par de minutos. Sube el fuego y añade un par de cucharadas de agua si
lo ves muy seco. Ayudará a que la gelatina del pescado se reparta mejor y
quedará muy jugoso. Vuelca las patatas fritas en la sartén y remueve otros dos
minutos. Añade cuatro huevos de los grandes, sin batir, y remueve hasta que
el revuelto (ya habrás visto que esto no es otra cosa) quede como a ti mejor te
parezca. Yo te recomiendo no cuajarlo demasiado. Espolvorea con perejil fresco
picado y sácalo a la mesa en una gran fuente. Acompáñalo con pan tostado y una
buena ensalada de escarola y nueces.
Yo le puse unas olivas negras
laminadas porque lo he visto por internet y porque ya las tenía abiertas (sobraron de la puttanesca y acabaron en tapenade) pero
creo que el dueño del restaurante Expresso me daría una colleja si llegara a
verlo. Tú, por si acaso, no le digas nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario